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Martes 20 de marzo de 2012 FOLLETO El gobierno nacional y el 4F - Elementos para desmitificar el 4-F desde una perspectiva de izquierda revolucionaria EL GOBIERNO NACIONAL Y EL 4F: PROCLAMANDO "HITOS REVOLUCIONARIOS" DONDE NO LOS HAYElementos para desmitificar el 4-F desde una perspectiva de izquierda revolucionaria
Presentación Hace pocas semanas asistimos a la celebración oficial de los veinte años del fallido golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, presentado por toda la maquinaria comunicacional gubernamental como si se tratase de un hito revolucionario en la historia del país, dándole los más ostentosos títulos: “insurrección revolucionaria”, “insurrección cívico-militar”, “gesta patriótica”, el hecho que “partió en dos la historia del país”, “la luz en medio de las tinieblas”, “la primera lanza mortal contra el capitalismo”, y un largo etcétera. Más allá del cinismo y la demagogia que destila la crítica de la oposición burguesa a estas celebraciones, es necesario poner las cosas en su lugar desde la perspectiva de quienes luchamos por la revolución socialista. Si es cierto que en boca de la oposición –heredera de las represiones del puntofijismo y del golpe de abril de 2002– la palabra “democracia” pierde todo contenido real, no lo es menos que en boca del gobierno nacional las palabras “revolución” y “socialismo” pierden también todo significado, siendo sinónimos de más o menos cualquier cosa. Es así como el gobierno aspira a instalar el 4-F como un hito fundacional “revolucionario” que legitime en el imaginario nacional y de las mayorías del país su régimen político, para lo que se sirve –como todos los regímenes anteriores¬– de contar la historia a su gusto y conveniencia. En el caso específico del 4-F (y el desarrollo posterior de los acontecimientos en el país) no solo hay un gran sobredimensionamiento del hecho concreto sino también la implantación de varios mitos que es preciso develar para comprender con claridad el contenido del proyecto político que encabezaba –y encabeza hoy– Hugo Chávez. El mito del “pueblo dormido” o el “pueblo inerme” Una de las cosas que más asombra en este intento de ajustar –por no decir falsear– la historia a conveniencia de quienes hoy gobiernan, es que varios de los voceros oficiales y operadores ideológicos del gobierno pretendan que antes del 4-F había una especie de letargo en las clases explotadas y empobrecidas del país, por lo que recién después de ese intento de golpe “el pueblo despertó”. Hay que tener descaro para plantear las cosas así, pero son varios los artículos de prensa y declaraciones de personeros del gobierno en los que se desliza esta idea. Otra variante, más sutil, que toma más en cuenta los elementos de la realidad –pues es imposible obviar la rebelión social del ‘89–, sostiene que había sí un gran descontento popular pero con unas clases explotadas y empobrecidas en un grado tal de indefensión e impotencia que sin los militares del 4-F su rabia no tenía futuro alguno ni posibilidad de expresarse políticamente. Es una maniobra ideológica muy conveniente al sentido común que pretende instalar el gobierno, que puede resumirse, palabras más, palabras menos, en lo siguiente: antes de Chávez el pueblo no existía políticamente y se hallaba totalmente inerme, sólo después de Chávez el pueblo adquirió “conciencia” y personalidad política. De esta manera se despoja a las clases explotadas y pobres de toda cualidad política propia, de toda capacidad política para valerse por sí mismas ante sus explotadores y opresores, con lo cual solo les queda la posibilidad de seguir (¡y respetar y obedecer!) al líder, al salvador, al héroe. Es una operación ideológica muy necesaria para un régimen cuyo eje indeclinable es el fortalecimiento de la figura presidencial –como cabeza del Estado burgués– para hacer de “árbitro” en la lucha de clases, y el que esta figura aparezca legítimamente ante las masas trabajadoras y pobres como el único depositario posible de todas sus esperanzas, posibilidades y capacidades. Según esta trama, antes del 4-F, sin Chávez, el pueblo no tenía más cualidades que las de sufrido, vejado, engañado, reprimido, desmoralizado, sin posibilidad alguna de salir de su lamentable situación, sin conciencia clara de nada, solo después del fallido golpe y la aparición de Chávez pudo el pueblo trabajador elevarse a sujeto político (que se piensa el país, que propone e incide en su rumbo), aunque la cualidad política más resaltante que adquiere es la de confiar su destino en manos del líder y seguirlo, líder sin el cual ese pueblo tendría como único destino el sufrimiento y la orfandad política. Pero la realidad no concuerda con el relato forzado del gobierno. La historia no comienza el 4-F. Antes había un verdadero hervidero social, procesos de incipiente reorganización obrera y popular, un ascenso de luchas que vino luego de la rebelión popular del 27 y 28 de febrero del ’89 que acabó con la estabilidad, la paz social y la legitimidad ante las masas de que había venido gozando por décadas la democracia puntofijista. La rebelión popular de febrero del ‘89: El golpe del 4-F y el surgimiento de Chávez como figura política no pueden entenderse de ninguna manera sin la crisis económica, social y política abierta en el país desde años tras, en la que la rebelión popular del 27 y 28 de febrero de 1989 significó un verdadero quiebre en la historia social y política del país, hiriendo gravemente al régimen de dominio burgués del momento. La crisis económica, el aumento de los padecimientos de los trabajadores y el pueblo pobre, así como el anuncio del paquete de medidas de ajuste antiobreras y antipopulares pactado con el Fondo Monetario Internacional (FMI) dieron pie a la explosión de rabia del pueblo trabajador y pobre que se expresó en saqueos, barricadas, incendios de comercios, vehículos y módulos policiales, choques con la policía y el ejército en Guarenas, Guatire, Caracas, y una decena más de las principales ciudades del país (La Guaira, Catia La Mar, Valencia, Mérida, San Cristóbal, Maracaibo, Barquisimeto, Puerto Ordaz, San Félix, Puerto La Cruz, Cumaná, San Juan de los Morros), llegando en la capital a rebasar la represión policial y controlar partes de la ciudad hasta la mañana del 28. Hacía décadas que el país no vivía una expresión de descontento de las clases explotadas y oprimidas de tal magnitud. Desde el derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez en enero del ‘58 no se había visto tal sentimiento colectivo de irreverencia y seguridad en la justeza de ocupar las calles y desafiar en masa la represión estatal –a excepción del localizado “marzo merideño” del ’87. Decenas de miles sintieron en las calles la posibilidad de poder desplegar toda la rabia acumulada contra el sistema de explotación y opresión, y sintieron legitimada cualquier acción “violenta” o “destructiva”. Fue una rebelión contra los padecimientos e injusticias que el capitalismo semicolonial reserva a los trabajadores y el pueblo pobre. “En la Intercomunal de Antímano, la turba invadió los depósitos y la fábrica de Pastas Ronco, mientras los propietarios observaban impotentes un robo que parecía no serlo” (El Nacional, 01/03/89). “No estoy arrepentida. Fue un saqueo honrado. En mi casa hay comida y cuatro bermudas, una franela, un par de zapatos y una correa para mí. ¿Lo volvería a hacer?, no sé” (El Diario de Caracas, 07/03/89). Febrero del ’89 vino a ser, a su vez, un gran salto de calidad en un proceso de descontento social y luchas que venía incubándose desde finales del gobierno de Lusinchi. Mencionemos dos ejemplos resaltantes de lo que ocurría en el movimiento obrero: en el año ‘87 se desarrolla por primera vez en muchos años una huelga nacional, en este caso de maestros –con cientos de miles en huelga–, que enfrenta los planes económicos del gobierno, siendo también ese año en que una huelga nacional de varios días de profesores universitarios logra arrancarle reivindicaciones contractuales al gobierno; desde el año ’81, el sindicato de los obreros siderúrgicos –uno de los sectores claves del proletariado nacional, que aglutina más de diez mil obreros– estaba intervenido por la burocracia oficialista de la CTV, en el ’87 se desarrolla un proceso mediante el cual los trabajadores expulsan de su organización a los interventores y lo recuperan para una dirección de izquierda (en este caso una izquierda reformista, La Causa R). Estos casos resaltantes son síntomas de la debilidad que comenzaba a acusar la burocracia cetevista, que había sido el principal sostén del puntofijismo entre el movimiento obrero. También en el ’87, en el movimiento estudiantil asistimos al “marzo merideño”: el asesinato de un estudiante de la ULA a manos de un militante de uno de los partidos del régimen, no por razones políticas sino por razones personales fortuitas, sirvió de motivo para desatar una revuelta estudiantil, con participación popular, que dominó la ciudad durante cuatro días, logrando el gobierno imponer la calma con el auxilio de fuerzas de seguridad de estados vecinos y la militarización de la ciudad con el ejército. A partir de allí el ascenso estudiantil es un hecho en los meses y años siguientes, haciéndose constantes las movilizaciones y enfrentamientos con las fuerzas represivas del Estado, las detenciones, eventuales allanamientos, y hasta asesinatos de estudiantes, en prácticamente todas las principales universidades del país, así como también en importantes liceos. Es ese año en el que una huelga de hambre de estudiantes universitarios a nivel nacional logra arrancar al gobierno la libertad de varios presos políticos. Es ese año en el que decenas de miles se manifiestan en la plaza El Venezolano, en Caracas, en una marcha impulsada por las universidades en contra de la represión. Por esos años se suceden también varias “pobladas” en distintas regiones del interior del país, donde la gente de los barrios tranca las calles y se enfrenta con barricadas a la policía en reclamo por los servicios públicos, por desalojos, tomas de tierras o contra asesinatos por parte de las fuerzas represivas. Un funcionario de gobierno daba cuenta que solo en uno de esos años se dieron más de cincuenta acciones de este tipo. A mediados del ’87 puede leerse en El Nacional que la situación del momento “podría originar una explosión social, no sólo motorizada por los sectores subalternos, sino también por la clase media pauperizada […] Los conflictos sociales podrían dislocarse fuera del control de los partidos políticos, en prácticas subversivas que suspenderían las reglas de juego sobre las cuales la sociedad pauta su rutina cotidiana” (25/06/87). Todo este cuadro muestra lo condicionada que estaba la estabilidad del nuevo gobierno que asumiría los primeros días de febrero de 1989, como en efecto fue. El que la revuelta se desatara a escasas semanas de haber asumido el nuevo presidente expresa la importante disposición a la pelea que se venía acumulando en el pueblo trabajador: Carlos Andrés Pérez, “el gocho”, obtuvo mayoría de votos con un discurso demagógico que cuestionaba al FMI y los efectos de la deuda externa, así como con la promesa de repetir las concesiones y obras de su primer gobierno (en el que hubo “bonanza petrolera” y se concretó la “nacionalización del petróleo”), sin embargó, la expectativa y la tregua se acabaron pronto, pues no pasaron dos semanas entre que se conocieran cuáles serían realmente las primeras medidas de gobierno y el estallido de la revuelta. En varias ciudades la revuelta logró dominar las calles incluso hasta el día 28, sin embargo, la represión brutal del ejército de las clases propietarias ahogó en sangre y terror la rabia popular –incluyendo los allanamientos a casas, detenciones y asesinatos selectivos hasta entrados los primeros días de marzo, contando con la declaración del estado de sitio y las suspensión de las garantías constitucionales. La rebelión fue derrotada, pero abrió todo un período de crisis social y política. “El Caracazo”, “el día que los cerros bajaron”, o “el sacudón”, marcó una irrupción de masas en la vida política nacional, una gran acción que demostró que la burguesía y sus gobiernos no podían seguir gobernando como hasta entonces, que la dominación imperialista y los padecimientos que trae encontraban resistencia en la rebelión social. Las jornadas del 27 y 28 de febrero dejaron maltrechas a las instituciones del Estado burgués: al ejército, a los principales partidos del régimen (AD y COPEI), al parlamento, a los partidos de la izquierda parlamentaria y funcional al régimen, al voto como mecanismo predilecto –y casi exclusivo- de participación política en la democracia burguesa. Los partidos de oposición de la izquierda parlamentaria no estuvieron en las barricadas con el pueblo trabajador y pobre sino en el parlamento, en las oficinas gubernamentales y en los medios de comunicación del lado del orden: el Movimiento Al Socialismo (MAS) abogando por “un programa de ajustes más gradualista, equilibrado y equitativo”, La Causa Radical (LCR) condenando “los hechos de vandalismo”. Pocos días después de esas jornadas, la prensa burguesa reclamaba la existencia de organizaciones que encausaran el descontento, dando cuenta de la enorme crisis de representatividad existente: “…somos una nación en la que puede pasar cualquier cosa […] ¿Dónde están los sindicatos que organizadamente defienden el salario de los trabajadores? ¿Dónde las organizaciones capaces de orientar a los consumidores en la lucha contra el costo de la vida? ¿Dónde los partidos políticos en condiciones de trazar líneas de acción coherentes y racionales a la ciudadanía acerca de la crisis política? Nada de eso existe. Luego, el caos no puede sorprendernos” (El Diario de Caracas, 02/03/89). Se trataba de una gran crisis de representatividad, los gobernados no se sentían representados en las organizaciones políticas e instituciones del régimen burgués del momento. A la revuelta del 27 y 28 de febrero le siguió un auge de luchas obreras, populares y estudiantiles, que con los métodos de organización y lucha propios de los explotados peleaban contra la explotación, la pobreza y la represión. Se hicieron cotidianas las movilizaciones de calle de diversos sectores de los trabajadores (maestros, obreros, empleados públicos, médicos, profesores, jubilados, etc.), estudiantes de liceos y universitarios y sectores populares, peleando por sus reivindicaciones, sin que faltaran los enfrentamientos a las fuerzas represivas del Estado. Dirigentes de la burocracia sindical de la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), controlada durante décadas por Acción Democrática y convertida en uno de los soportes del puntofijismo, entendían en aquel entonces la situación planteada para el régimen: “Aún no nos hemos puesto de acuerdo en el tipo de respuesta, pero todos coincidimos en que hay que darla. De lo contrario seremos rebasados por los propios trabajadores”. Esta podrida burocracia oficialista, apoyada durante décadas por el Estado, que utilizó métodos gansteriles para suprimir cualquier tendencia combativa y de izquierda entre la clase obrera, garante de la “paz laboral y social”, se vio obligada a convocar un paro general de 24 horas, el primero en 31 años de puntofijismo, el cual fue convocado para el 18 de mayo, apenas mes y medio después de restituidas las “garantías constitucionales”. La principal corporación del empresariado privado, Fedecámaras, se opuso a la idea del paro nacional. Carlos Andrés –compañero de partido de los burócratas de la CTV– y sus ministros lo llamaban un “suicidio”. Sin embargo El Universal, diario fundamental de la burguesía, entendía a la burocracia sindical: “El movimiento sindical está actuando con grandes signos de madurez y buscando en esta acción recuperar el liderazgo sobre las grandes mayorías trabajadoras del país. Su responsabilidad es muy grande, pues si no saben manejar debidamente la situación perderán definitivamente su liderazgo y el campo quedará despejado para la más perniciosa demagogia y la más disolvente anarquía” (El Universal, 14/04/89). Este paro, controlado férreamente por la burocracia, buscaba ser una respuesta para encausar el descontento y evitar que fuera desbordado uno de los sostenes claves del régimen de dominio: la burocracia que dirigía (y controlaba) las organizaciones de lucha de los trabajadores. Sin embargo, el paro no descomprimió el malestar, sino que dio paso al aumento de las luchas obreras, sociales y políticas. Las movilizaciones aumentaron considerablemente, así como los paros y huelgas obreras, teniendo en algunos casos un sello antiburocrático importante, así como tendencias a la coordinación nacional, abriéndose paso de manera incipiente un proceso de reorganización en las filas de la clase trabajadora que incluía métodos como las asambleas, elección de comités de conflicto, repudio a los burócratas sindicales, desafiliación de sindicatos propatronales, constitución de coordinaciones nacionales en medio de la lucha, surgimiento de corrientes clasistas, derrotas electorales a la burocracia sindical, etc. Ese proceso abarcó a los trabajadores del poder judicial, telefónicos, de la electricidad, portuarios, a los médicos, etc. [1] Los golpes militares del ‘92 y la crisis terminal del régimen La crisis social e institucional continuaba su curso. La falta de legitimidad del orden reinante era grande, y llegó hasta el brazo armado del Estado: fracciones de las fuerzas represivas rompieron el “consenso” del que venía gozando durante décadas la “democracia” del Pacto de Punto Fijo, lanzándose al golpe de Estado con el objetivo de producir por esa vía un cambio de gobierno (o de régimen). Son los golpes de Estado fallidos del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992 –¡dos golpes de Estado en menos de un año!–, que ponían al desnudo al gran fractura del régimen. Del intento del 4-F surgen las figuras de Hugo Chávez y Francisco Arias Cárdenas, fundamentalmente. El que ambos golpes no obedecieran a una misma dirección –ni política ni organizativa– sino a movimientos distintos [2], con signos ideológicos diversos –incluso al interior de cada uno–, muestra que la rebelión del ’89 y la gran crisis social y política que le siguió impactaban a tal punto que distintas corrientes ideológicas se movían conspirando contra el régimen al interior de las FFAA. En marzo de ese año –un mes después del primer golpe fallido– se dio un gran cacerolazo nacional contra el gobierno, que incluyó algunas barricadas y enfrentamientos con las fuerzas represivas. “El 8 a las 8 sacamos al ‘gocho’”, sería la consigna que se popularizó convocando el cacerolazo, mostrando el objetivo político de derrocar (“sacar”) a CAP. El hastío popular en ascenso se sintetizó entonces en la consigna “¡Fuera CAP!”, que se iría haciendo cada vez más común en las movilizaciones de distintos sectores. El hecho que solo en el año ’91 –antes del golpe– se produjeran 25 muertes estudiantiles por represión estatal, es indicador de los niveles de radicalidad de las protestas en algunos sectores, en este caso el movimiento estudiantil universitario y secundario. Era tal la situación que un sector de la burguesía y de los partidos del régimen optaron por sacrificar a Carlos Andrés Pérez, lo que se concreta en mayo del ‘93, produciéndose por primera vez en la historia del país la destitución, enjuiciamiento –y posterior encarcelamiento–, por el propio régimen, de un presidente en ejercicio y electo por voto universal. Fue una salida “por arriba” buscando descomprimir la situación y evitar que el presidente terminara saliendo “por abajo” mediante una mayor movilización y acción de masas –o mediante un nuevo golpe de Estado–, salidas que hubiesen sido mucho más disruptivas y estrepitosas para el debilitado régimen. El objetivo era la canalización institucional de la gran crisis del régimen. A CAP le sucede Ramón José Velásquez por delegación del Congreso Nacional, para conducir la breve transición hasta que se dieran las elecciones que correspondían al final del año. Estas elecciones, con una alta abstención (40%, el doble que en la elección presidencial anterior de 1988, cuando había sido de 19%) y con denuncias de irregularidades y fraude –como la aparición en basureros de boletas con votos a favor del candidato de Causa R, Andrés Velásquez– dan oficialmente como ganador a Rafael Caldera. Caldera, firmante del Pacto de Punto Fijo, ex presidente de la República, fundador y líder histórico del socialcristiano COPEI, producto de la crisis generalizada rompió con su partido, abanderó un discurso demagógico de “entender que no se le puede pedir al pueblo que defienda la democracia cuando tiene el estómago vacío”, y la promesa de liberar a los militares presos por los intentos de golpe del ’92. Encabezó así “el chiripero”, como coalición de distintas fracciones desprendidas de los principales partidos del régimen junto a partidos de la izquierda reformista como el MAS y el PCV. El bipartidismo, mecanismo clave de décadas de puntofijismo, estaba muerto, por primera vez desde el ‘58 AD o COPEI no ganaban la presidencia y no obtenían cada uno ni una cuarta parte del total de votos nacionales. Todo el gobierno de Caldera fue la continuación de la crisis económica, social y política, de la aplicación de medidas económicas neoliberales y de la resistencia obrera, popular y estudiantil, de movilizaciones y represión, de crisis de legitimidad del orden de dominio y, sobre todo, de ausencia de una alternativa política revolucionaria para desarrollar el descontento social en dirección al derrocamiento revolucionario del régimen y la conquista de un gobierno obrero y del pueblo pobre, un gobierno ejercido por organismos de democracia directa de los explotados y pobres del país, que rompiera las cadenas de subordinación a los capitales imperialistas y expropiara a los capitalistas, banqueros y terratenientes nacionales para iniciar el fin del robo social, la usura y la explotación, para reorganizar la economía y el país de acuerdo a los intereses de las mayorías trabajadoras y pobres. Una alternativa política con estas características no existía en el país, y es este vacío de alternativa y dirección revolucionaria lo que brinda un enorme espacio al proyecto político “patriótico”, “anticorrupción”, “anti Deuda Externa” y de “refundación del país” que abandera Hugo Chávez, ganando las elecciones presidenciales de diciembre del ‘98 con más del 50% de los votos. El mito de la “insurrección cívico-militar” “No fue un golpe de Estado, no puede catalogarse como un golpe, fue una insurrección patriótica, una insurrección cívico-militar revolucionaria”. Así plantea las cosas hoy el discurso oficial. La historia y sus balances son un escenario clave de disputa en la lucha por la revolución social, y el caso del 4-F no es la excepción. El problema aquí no es la discusión superficial e interesada que hace la oposición burguesa –cuya mayoría la conforman deudos del régimen contra el cual se dio el golpe– sobre lo “inconstitucional” o “antidemocrático” del golpe, sino el intento del gobierno de mostrarlo como la desembocadura revolucionaria de la crisis existente, de otorgarle a la acción del 4-F el carácter de “insurrección revolucionaria”. ¿Cuáles organismos de masas participaron de la acción? ¿Cuántos destacamentos obreros, barriales o campesinos participaron? ¿Cuáles organismos de base los soldados hubo? ¿Cuántas fábricas se tomaron o cuántas calles fueron controladas territorialmente por las barricadas populares? ¿Qué organizaciones obreras (sindicatos, comités de fábrica, comité de lucha, asambleas, etc.), barriales (juntas de vecinos, comités de viviendas, etc.) o campesinas estuvieron involucradas en la acción? Ninguna. Nada de eso hubo. El testimonio de uno de los pocos civiles vinculado al movimiento –que dicho sea de paso no lo estaba en carácter de representante de algún organismo de masas o de alguna organización política con arraigo entre las clases explotadas– señala con claridad que “el movimiento popular se mantuvo inmóvil, paralizado, mientras digería la nueva situación” [3]. ¿Acaso podemos conseguir antecedentes de esta acción en las numerosas expresiones de insurrección revolucionaria del proletariado y el campesinado que ha dado la historia contemporánea? ¿Podemos rastrear acaso la inspiración del 4-F en la insurrección de los obreros mineros bolivianos del ’52 que con su milicia, dinamita y armas en mano, derrotaron al ejército; en la de 1932 en El Salvador donde obreros, campesinos e indígenas se alzaron en armas contra el gobierno golpista y dictatorial; en la del 1871 parisino donde la clase obrera y el pueblo se hicieron con el poder conformando la memorable Comuna; en las desarrolladas por los obreros chinos en Cantón y Shanghái entre 1925 y 1927 con miles de obreros en armas y cientos de miles en huelga general; en la de Octubre de 1917 en Petrogrado y Moscú donde los soviets (consejos) de obreros, campesinos y soldados se hicieron del poder; en la gran insurrección de los consejos obreros y los comités revolucionarios de la juventud en Hungría del ’56 contra la dictadura de la burocracia contrarrevolucionaria stalinista, combatiendo durante semanas con la huelga general y las milicias de trabajadores y estudiantes; en el Cordobazo argentino del ’69 donde obreros y estudiantes derrotaron a las fuerzas policiales haciéndose temporalmente con el control de la ciudad; etc., etc.? Es evidente que el golpe militar del 4-F no se inscribe en esta tradición, todo lo contrario, está lejos de un proceso de estas características, no solo por su formas sino también por su contenido. El hecho que se tratase en su mayoría de un movimiento de oficiales medios no son elementos en modo alguno para darle connotaciones de “insurrección revolucionaria” o “insurrección cívico-militar”. Lo que protagonizaron los militares del 4-F no fue más que una rebelión militar de oficiales medios de la estructura militar contra los mandos jerárquicos superiores y de gobierno. En todo caso, en la tradición en la que puede inscribirse la acción del 4-F es en la de los golpes de Estado frecuentes en la historia de América Latina y en nuestro país, donde sectores de la corporación armada se erigen como salvadores de la nación ante graves crisis. El método del 4-F se asemeja mucho más a los métodos del golpe de octubre del ’45 que derrocó a Medina Angarita o al del ’48 que derrocó a Rómulo Gallegos, que a los métodos de las insurrecciones revolucionarias. No se confunda con que estamos comparando el 4-F con los golpes de generales “gorilas” de la ultraderecha; también los ha habido los golpes de oficiales medios y militares donde sus protagonistas se reivindican a sí mismos “progresistas” o de corte nacionalista contra gobiernos más corruptos o entreguistas, como podría haber sido en Guatemala en la década de los años 50, por ejemplo. Incluso, con relación a movimientos liderados por militares “progresistas” en el pasado en América Latina o en otras partes del mundo, lo del 4-F fue algo totalmente timorato, sin ningún combate real y sin ninguna participación del movimiento de masas, como llegó a ocurrir en esos casos, aún cuando la dirección la tuviesen siempre los militares burgueses. Lo del 4F fue un movimiento calculado solo para la acción de los militares, y algún que otro pequeño grupo de civiles subordinados a estos, que no tuvo la más mínima imbricación con un movimiento de masas activo en las calles y fábricas. NI LOS MEDIOS NI LOS FINES Llegado a este punto, a alguien le pudiera parecer que el método, el “medio”, es secundario, si el “fin” es “revolucionario”. Pero la verdad es que tratándose de fines revolucionarios –como los que se supone perseguía el 4-F¬– los medios deben guardar una estrecha relación de adecuación con los mismos. No es secundaria la naturaleza del método empleado, del camino elegido para la operación depende su resultado, es decir, ¿quién ostenta el poder luego de una acción política determinada?: tras un golpe militar victorioso el poder queda en manos de los comandantes y militares, tras una insurrección victoriosa de las clases explotadas el poder queda en manos de sus propios organismos. [4] Los documentos preparativos del 4-F permiten hacerse una idea de cómo sería el supuesto régimen “revolucionario” que se instalaría de triunfar el golpe: el poder pasaría a un “Consejo General Nacional” compuesto por los militares alzados y los civiles que estos seleccionaran, este “Consejo” escogería de su seno un Presidente de la República, que formaría un gabinete de gobierno denominado “Consejo de Estado”, que debía ser aprobado por el CGN. El “Gobierno de Emergencia” resultante del movimiento tendría poderes ilimitados por tiempo indefinido hasta que se convocase una Asamblea Nacional Constituyente. Entre tanto, disolvería el parlamento (Congreso Nacional en esa época), los parlamentos regionales y concejos municipales, cesaría a los gobernadores y alcaldes, nombraría nuevas autoridades regionales, declararía carácter provisional a las directivas de todos los sindicatos, asociaciones vecinales, gremios profesionales y organizaciones culturales, obligándoles a hacer elecciones a los pocos meses en las que sería necesaria la participación del 80% de los agremiados para considerarse válidas, etc., etc. [5]. Algo totalmente acorde con la naturaleza de la acción, con el “medio” escogido. ¿Y acaso el gobierno resultante de una insurrección revolucionaria victoriosa no haría lo propio con los poderes del régimen anterior?, podrían insistirnos. No, una verdadera insurrección victoriosa de los explotados se propondría de entrada hacer volar por los aires el Estado burgués y todas sus instituciones y destruir todos sus órganos de represión, dando paso al poder de las propias organizaciones de las clases explotadas y oprimidas. No puede soslayarse de ninguna manera el hecho de que la revolución socialista –lo que según Chávez es lo que él está encabezando- implica necesariamente la autodeterminación política y social generalizada de los explotados. Pero lo que surgiría de haber triunfado el 4-F no se parece en nada a eso… como por supuesto tampoco en nada se le parece el régimen que hoy tenemos en el país con los militares del 4-F a la cabeza. El 4-F fue una acción completamente al margen de las organizaciones de la clase obrera y demás clases o sectores subordinados de la sociedad capitalista, y más aún, como hemos visto, lejos de los métodos históricos de los explotados. A pesar de existir en el país un clima de efervescencia entre los trabajadores, los barrios y los estudiantes, los militares del 4-F jamás tuvieron una orientación para que las mayorías explotadas y pobres se fueran haciendo fuertes con miras a ejercer su propio poder. Habiendo condiciones para el desarrollo de un proceso revolucionario real, posibilidades para que con una orientación revolucionaria las luchas y las organizaciones de masas se desarrollaran en dirección a disputar el poder al Estado del burgués, los militares supuestamente “revolucionarios” del 4-F jamás se lo propusieron. Y aquí podemos pasar de los “medios” al “fin”. El objetivo del golpe nunca fue revolucionar las relaciones de expoliación y explotación a que es sometido el país en general, y sus trabajadores y habitantes pobres en particular: romper las cadenas que nos atan a la dominación de los capitales imperialistas y acabar con la explotación capitalista no estaban entre sus objetivos. Mucho menos buscaba el establecimiento de un gobierno propio de las masas trabajadoras y pobres del país, no perseguía la fundación de una república de trabajadores, las únicas formas de gobierno y de poder político revolucionarias frente a la organización estatal burguesa. ¿Dónde pues, estarían los fines revolucionarios, a pesar de que los medios no lo fuesen? La sustitución del régimen del momento por otro, la reorganización parcial –muy parcial– de la economía nacional, la readecuación de las relaciones de subordinación a los capitales imperialistas (y a sus gobiernos) no son en sí mismos objetivos revolucionarios. O dicho de otra manera: alzarse contra el puntofijismo, ser anti-neoliberal y estatista no equivale en modo alguno a ser “revolucionario” y “socialista”. NADA DE REVOLUCIÓN SOCIAL: Los objetivos que por entonces no lograron los militares alzados, los pudieron lograr años después: el establecimiento de un nuevo régimen de dominio, que es lo que han dado en llamar “refundación de la patria”. Todo esto dentro de los marcos del capitalismo semicolonial, sin alterar sustancialmente nada de las relaciones de explotación del trabajo reinantes bajo el puntofijismo, y apenas modificando parcialmente las relaciones de la nación con los capitales imperialistas que usufructúan nuestros recursos y fuerza de trabajo. En nuestra época, la del capitalismo imperialista, la única revolución social real es la que va dirigida a abolir la propiedad privada capitalista y su Estado. Hugo Chávez se ha encargado de decir una y otra vez, insistentemente, que no se propone acabar con la propiedad privada capitalista –y en eso sí que ha sido totalmente consecuente en estos trece años de gobierno. Eso bastaría –y de hecho basta– para despachar rápidamente las pretensiones de catalogar como “revolucionario” y “socialista” su proyecto y su gobierno. Es que por más que se busque hacia atrás jamás se conseguirá en los militares del frustrado golpe de Estado alguna mención a la “revolución”, mucho menos de al “socialismo” ni nada contra el capitalismo. En este oficio de re-escribir la historia pretenden hacer ver que ¡desde inicios de los 80’s se estaban preparando para la “revolución”! Una falsedad total. En ningún documento, ningún discurso, en nada de la época del fallido golpe encontraremos la mención a la necesidad de una “revolución social” ni de luchar contra el capitalismo, los militares del 4 de febrero del ’92 no se alzaron para llevar adelante un proyecto político de esas características. Como mucho, los más “progresistas” –si así se les puede llamar- tendrían en mente la idea repetida por Chávez durante sus primeros años de gobierno de una supuesta “tercera vía”: una economía llevada con un supuesto “equilibrio” entre el libre mercado (capitalista) y la intervención del Estado (burgués). Solo después de años en el gobierno y de los embates más fuertes de la oposición proimperialista es que Chávez comenzó a hablar de “revolución” y años después de “socialismo del siglo XXI”... un “cambio” político más en el discurso que en los hechos, pues en esencia su programa y sus políticas siendo teniendo el mismo sello, que de revolucionario no tiene nada: una economía capitalista con variados elementos de intervención estatal. “Ha habido cambios importantes”, replicará el defensor del carácter “revolucionario” del gobierno surgido de las elecciones de diciembre del ’98. Sin duda. Pero el cambio central se operó en el régimen político (burgués), en la manera específica de dirigir el país, de garantizar y conducir las relaciones sociales de producción y distribución (capitalistas), en la manera de regimentar la vida social que de estas relaciones deriva, en la manera de negociar las relaciones entre el país semicolonial y los capitales y potencias imperialistas. En fin, cambió la forma específica que adquiere la dominación de la clase capitalista (y el imperialismo), pero la organización social y el papel del país en los mecanismos de reproducción del capitalismo imperialista siguieron siendo, en esencia, los mismos: propiedad privada capitalista, explotación del trabajo asalariado (tanto en las empresas privadas como en las estatales), empresarios, banqueros y terratenientes viviendo de la explotación de la clase trabajadora, subordinación total de los productores de las riquezas (trabajadores y trabajadoras) a los poseedores de los medios de producción, transferencia sistemática y constante de riquezas hacia las potencias imperialistas (en forma de pago de deuda externa, en forma de repatriación de ganancias y capitales, en forma de pago por estatizaciones de empresas, en forma de exoneración de impuestos a empresas de determinados sectores, etc.), trabajadores pobres, cuentapropistas y pobres en general dependiendo de una “ayuda” estatal para sobrevivir, una “ayuda” que necesitan precisamente porque la continuidad de la sangría de recursos hacia los países imperialistas y de la explotación capitalista implican la concentración de las riquezas en pocas manos y los padecimientos para las mayorías trabajadoras. Los explotados y explotadas de ayer lo siguen siendo hoy, los humillados de ayer en los lugares de trabajo lo siguen siendo hoy, los pobres de ayer lo siguen siendo hoy, solo que un poco menos en los últimos años –cuestión totalmente circunstancial–, los ricos de ayer siguen siendo los mismos de hoy –con la incorporación de algunos “revolucionarios” y “socialistas” convertidos en nuevos ricos gracias a sus vínculos con el gobierno, tal como ayer otros se hicieron ricos vinculándose a AD y COPEI. Por eso, la supuesta “refundación” de la patria que perseguía el 4-F, y que habría sido lograda, según Chávez, después con la Constituyente y la nueva Constitución, no ha significado ningún cambio revolucionario en nuestra sociedad. Por ese entonces, se discutía si la Asamblea Constituyente debía ser “originaria” o “derivada”, es decir, si tendría realmente poderes soberanos para decidir sobre todos los asuntos, independientemente de los poderes establecidos con anterioridad y de sus respectivas decisiones, o si se subordinaría a las pautas ya establecidas. No por razones legales, sino por razones absolutamente políticas, del carácter de clase del proyecto que encabeza Chávez, la tal refundación resultó completamente “derivada” del carácter capitalista semicolonial, lo que quedó claro desde la misma Constituyente y en la nueva Constitución que se redactó: se respetarían todos los “compromisos internacionales” –vergonzoso eufemismo para nombrar la subordinación a los intereses de los capitales imperialistas en el país– y la propiedad privada capitalista. En más de una década de turbulencias, de grandes convulsiones y movilización y combate de masas, el gobierno encabezado por el jefe del 4-F no se ha movido de ese esquema. CHÁVEZ: EN LA TRADICIÓN DEL NACIONALISMO BURGUÉS, NO EN LA DEL SOCIALISMO REVOLUCIONARIO LATINOAMERICANO Es que si el proyecto político del teniente coronel del 4-F del ‘92 y Presidente de la República desde febrero del ’99, se inscribe en alguna tradición política latinoamericana es en la de los nacionalismos burgueses, más no en la de la lucha por la revolución social, la revolución socialista. Por más que desde hace algunos años para acá hable hasta por los codos de “revolución” y “socialismo”, el proyecto de Chávez es subsidiario de toda la historia de movimientos y gobiernos que en América Latina han pretendido un desarrollo capitalista nacional con mayores niveles de autonomía frente a los capitales de las potencias imperialistas. No tiene nada que ver Chávez con quienes entendieron –y entendemos- que es una utopía reaccionaria pretender “liberar” o “desarrollar” nuestras naciones manteniendo la explotación capitalista e inventando burguesías “nacionalistas” o “antiimperialistas” donde no las hay. La perspectiva socialista implica –con base a toda la abundante experiencia histórica- que la liberación real de la nación frente al yugo imperialista solo puede venir de manos de la revolución social anticapitalista, es decir, de la revolución socialista, mientras que los nacionalismos burgueses se empeñan en “desarrollar” el país (o “la patria”) en los marcos del capitalismo, es decir, sin revolución social. Muy lejos de la revolución social anticapitalista, el objetivo más “ambicioso” del gobierno sería el viejo anhelo de la intelectualidad burguesa desarrollista de los años 30’s y 40’s de “sembrar el petróleo”: usar la renta petrolera para desarrollar la agricultura y la industria nacional, en otras palabras, capitalizar la renta, convertir la renta en capital. Para este objetivo –que de revolucionario y socialista no tiene nada– se propone al Estado como eje articulador de la transferencia de recursos de la actividad primario-exportadora hacia la industria. Un objetivo burgués que, por cierto, ni siquiera está cerca de lograr, pues la atrofia de la agricultura y la industria nacional siguen siendo la norma, gracias a que se mantiene en pie la subordinación al esquema del capitalismo imperialista. El “nacionalismo” se expresa –o se limita– en regatear mejores condiciones de subordinación ante los capitales imperialistas, buscando que le quede al Estado un poco más de las riquezas que estos extraen, para impulsar el desarrollo de la economía nacional de la mano de capitalistas venezolanos “nacionalistas” e incluso de determinados capitales imperialistas “amigos”. “De la Venezuela rentista a la Venezuela productiva”, es el lema, producir aquí lo que hoy se compra del exterior, para lo cual se propone impulsar el crecimiento del capital nacional, por eso siempre ha pedido una burguesía “con conciencia del interés nacional”, que apoyada desde el Estado, que es el dueño de la renta petrolera, se desarrolle como clase “productiva” y “emprendedora”. El Estado asume el rol de transferirle parte de la renta para que se desarrolle el capital nacional mediante: a) créditos baratos y subsidios (incluyendo la ampliación de la banca estatal); b) cumpliendo un papel empresarial invirtiendo y gestionando en aquellas áreas que sirven de base para el desarrollo industrial privado posterior (empresas básicas del hierro, acero, etc.); c) montando la infraestructura necesaria para la integración del mercado nacional (plantas suministradores de energía y servicios básicos, carreteras, puentes, vías férreas, vías de comunicación, etc., para el funcionamiento empresarial y la circulación de materias primas y mercancías). Como “accidente” en este esquema, el Estado asume también un rol empresarial directo en algunas empresas específicas abandonadas a su suerte por el capital privado (pertenecientes a las más diversas ramas: manufactura, alimentación, seguros, almacenamiento, comercio de alimentos, etc.). Todo esto es la promesa de la fulana “siembra del petróleo”: la renta petrolera al servicio de la acumulación y desarrollo del capital nacional. De allí el carácter estatista –que pretenden pasar por “socialista”– del proyecto de Chávez. En el esquema del nacionalismo burgués, el Estado tiene en nuestro país una condición excepcional que lo postula para cumplir el rol de articulador del “desarrollo nacional”: es el dueño del principal negocio de exportación y captación de renta, el petróleo. De allí que el Estado tiene la doble cualidad de ejercer el poder político, judicial y militar de la sociedad, y ser al mismo tiempo quien concentra los ingresos por el principal producto de exportación. Por eso el gobierno de Chávez reclama para el Estado un papel clave en la economía nacional, no para acabar con los capitalistas y la propiedad privada ni para expulsar a los pulpos imperialistas, sino para regular, orientar e incidir en la economía capitalista, usando para eso tanto las herramientas del poder político estatal (leyes, persuasión, coacción, represión) como la particular fuerza económica del mismo. Estas capacidades del Estado se pondrían en marcha para “forzar” a todas las clases (y los capitales imperialistas) hacia el “desarrollo nacional”: para convencer, seducir o presionar a los capitalistas nacionales, para regatear con los capitales imperialistas, y para convencer a los trabajadores ¡o combatirlos! sino soportan pacíficamente las condiciones de explotación en aras del “desarrollo de la patria”. He allí lo fundamental de la pretendida “revolución” y “construcción del socialismo del siglo XXI” que pregona actualmente el jefe del movimiento del 4 de febrero del 92, es decir, un fraude como “revolución socialista”, pues no es más que una nueva versión –que como toda nueva versión tiene sus particularidades, sus elementos “inéditos”, aunque no necesariamente mejores a las del pasado– de esos proyectos “nacionalistas” fracasados una y otra vez, que llevaron a la desmoralización o a trágicas derrotas los más importantes procesos de lucha los trabajadores, campesinos y pobres de nuestra América durante el siglo XX. Es que la construcción del socialismo requiere la destrucción del Estado burgués y todas sus fuerzas de represión abriendo paso al poder de los explotados y el armamento generalizado de los trabajadores y el pueblo pobre, para expulsar al imperialismo, expropiar a la burguesía y los terratenientes, socializar los medios de producción y cambio para planificar democráticamente la economía nacional, al tiempo que desde este bastión se impulsa la lucha por el triunfo de la revolución socialista a nivel internacional y mundial, único terreno donde puede ser derrotado definitivamente el capital. ¡Y no hay que ser muy perspicaz para concluir que ni el 4-F ni estos largos trece años de gobierno han estado dirigidos hacia ese objetivo! ¡Todo lo contrario! Lo que sí ha hecho es restaurar y fortalecer la autoridad del Estado burgués, como explicamos más adelante, recomponiendo el prestigio de las fuerzas de represión como las Fuerzas Armadas, incluyendo la Guardia Nacional –ahora “Bolivariana”¬-, que llegaron a ser altamente odiadas por los trabajadores y el pueblo en la debacle del puntofijismo. LOS MILITARES DEL 4-F: EN LA TRADICIÓN DE QUIENES BUSCAN CONTROLAR Y MUTILAR LAS TENDENCIAS REVOLUCIONARIAS DE LAS CLASES EXPLOTADAS, NO DE QUIENES QUIEREN DESARROLLARLAS Por todo esto, la pregunta obligada es, en todo caso, si el 4-F intervino en el escenario de crisis nacional que había en el ’92 para catalizar la situación en sentido revolucionario, como sostienen los seguidores del chavismo, o en realidad para dar una salida de “cambio” que sin embargo evitara algún desborde “no deseado” que llevara a cuestionar todo el sistema de conjunto. Podemos dejar que sea el propio Chávez del ’99, en el discurso de asunción de su gobierno, quien nos diga la respuesta: "Tenemos que darle cauce a un movimiento que hoy corre por toda Venezuela, el mismo pueblo que hoy clama en las afueras del Capitolio... Nosotros le daremos cauce pacífico y democrático. Si los dirigentes hoy no podemos dárselo, esa fuerza desatada nos pasará por encima" (El País, 03/02/1999) Si una coherencia ha tenido Chávez es en ese rol. Citas como esta pueden encontrarse en cualquier momento de su gobierno, desde el primer día hasta los que corren, incluso en los momentos de mayor confrontación como en el 2002: su gobierno es un gobierno de contención, de canalización institucional del descontento y malestar de las mayorías trabajadoras y pobres. ¡Pero los revolucionarios no buscamos contener el descontento social de las clases explotadas, sino desarrollarlo en sentido revolucionario para vencer a las clases dominantes y reorganizar la sociedad sobre nuevas bases! El comandante del “revolucionario” 4 de febrero lo tiene claro, se propone, no un desarrollo de la lucha de clases sino un encausamiento de esta en la institucionalidad burguesa, no el desarrollo de la lucha para derrocar al capitalismo sino reformas para ajustarlo a la idea de un “desarrollo nacional” –con una dosis de “justicia social”. No se propone desarrollar la lucha de la clase trabajadora y demás sectores pobres contra la clase capitalista sino forzar la conciliación de clases –la convivencia– entre explotados y explotadores. Y en esa aspiración a controlar y limitar las tendencias revolucionarias de los explotados hay una continuidad desde el propio 4-F del ’92. Por eso ese intento de golpe no tenía ningún carácter de catalizador revolucionario de la crisis, sino más bien preventivo: se propone intervenir en la fuerte crisis antes de que la misma se vaya de las manos, busca evitar un mayor desarrollo de la convulsión social que podría tener resultados inesperados, de mayor descalabro del orden social. El 4-F se proponía, como mucho, acelerar un cambio de régimen, pero jamás una revolución social. El comandante del “por ahora” del 4-F no ha dejado nunca de insistir a sus opositores, al empresariado y al imperialismo yanqui, que él es el garante de la estabilidad y la paz social en el país, es decir, de que no se desaten posibilidades de una revolución social. Y hay que decir que ha cumplido muy bien ese papel. Desde el golpe militar del 4-F hasta la estabilización del país con el referéndum de 2004 –tras los sucesos de 2002 y 2003– esa ha sido su lógica, en la que se evidencia su connivencia de intereses con el sostenimiento del orden burgués en el país. LOS MILITARES DEL 4-F Y UNA FUNCIÓN REACCIONARIA: En esta connivencia de intereses de los militares del 4-F con el sostenimiento del orden burgués se expresa en una cuestión muy clave, que puede ser obvia dentro de lo que venimos mostrando, pero merece ser destacada así sea solo brevemente: si el rol de contención ha sido uno de los papeles jugados por el chavismo frente a las masas, ha sido fundamental su función de recomponer las instituciones del Estado burgués en crisis con la debacle del puntofijismo, relegitimar la autoridad del Estado. Tanto “lavar la cara” de las fuerzas represivas para legitimar su accionar ante las masas y su rol de “garantes del orden”, así como la instalación de la idea del que el Estado debe jugar el rol de “redistribuir” entre ricos y pobres, son elemento claves de esta recomposición de la autoridad estatal que ha logrado Chávez, pasivizando a su vez al movimiento de masas. Labor para la que se ha valido de la autoridad de Chávez ante el movimiento de masas como de los períodos de altos ingresos económicos, la situación económica ha ayudado mucho también a crear las condiciones para la política de recomposición de la autoridad estatal llevada adelante por del chavismo. En este aspecto resalta la reafirmación de las potestades de coacción y represión del Estado contra las libertades democráticas, que afectan en especial a la organización y lucha de los explotados y pobres. El gobierno, liderado por quien se alzara el 4-F, ha llevado a cabo toda una serie de reformas de leyes o elaboración de nuevas, y una política global, que han conformado un entramado legal que criminaliza las protestas, huelgas y diversas medida de lucha obrera y popular, instituye la delación y el esquirolaje en beneficio del Estado en los lugares de trabajo (los “cuerpos combatientes”), legaliza el espionaje a las organizaciones de lucha de los trabajadores y demás sectores, y abre las puertas a la calificación de medidas y organismos de lucha obrera o popular como “terroristas”. Es la recomposición de la autoridad represiva del Estado en manos de un gobierno que cuenta en sus filas con militares “patriotas” claramente alineados con políticas represivas y violatorias de los más elementales derechos humanos. Como el ex Capitán de Navío Ramón Rodríguez Chacín, hombre de confianza de Chávez, ex ministro de Interior y Justicia, negociador de alto nivel del gobierno para casos especiales, actual vicepresidente de la región Llanos Norte del PSUV y presidente de su Comisión de Disciplina, quien bajo gobiernos adecos fue parte del selecto Comando Específico General “José Antonio Páez” (CEJAP) –junto a personajes de la CIA como Henry López Sisco–, grupo de tarea “antisubversión” responsable del montaje de “enfrentamientos” para justificar masacres de civiles como la de El Amparo y los “amparitos” en el año ‘88. Como el flamante diputado pesuvista Roger Cordero Lara, quien pilotara uno de los aviones que bombardeó y asesinó militantes de izquierda durante la masacre de Cantaura (1982), quien goza de su alto cargo sin que la “izquierda” del gobierno haga el más mínimo intento serio de sacarlo de allí, y que además fue defendido por el alto gobierno, en boca del Vicepresidente Elías Jaua, quien lo justificó diciendo que solo “cumplía órdenes”(!). O el General de División del Ejército Alberto Müller Rojas -fallecido a finales de 2010¬-, también pieza clave del chavismo (jefe de campaña de Chávez, vicepresidente del PSUV, miembro del Estado Mayor Presidencial, embajador, ideólogo) y quien por allá por el 9 de marzo del ’89, fresca aún la sangre y las lágrimas por la acción brutal de las FFAA contra la rebelión popular, en total consonancia con su alto rango militar burgués avalaba la represión en estos términos: “desde el momento en que los organismos policiales pierden la capacidad de actuar se supone que hay un estado de alteración grave a la paz, que existe una violencia generalizada y, si no hubieran actuado las Fuerzas Armadas el número de muertos habría sido mucho mayor” [6]. Ahora bien, si es cierto que la recomposición de la autoridad del Estado burgués se da con la particularidad de ser a través de un nuevo régimen político que barre el anterior, esta beneficia al conjunto de la clase dominante. La manera en que el chavismo recompone la autoridad estatal le es "contradictoria" a los deudos del puntofijismo y a lo más concentrado de la burguesía, porque los coloca frente a un nuevo régimen que quiere incorporar elementos de dirigismo de Estado en los asuntos económicos y trazos de un capitalismo de Estado, y que intenta ubicarlos en situación de subordinación política. Sin embargo, la recomposición de la autoridad y legitimidad del Estado es un logro para la burguesía frente a las masas, es un retroceso para las clases explotadas y empobrecidas, aunque la forma específica que toma esa recomposición de la autoridad del Estado afecta también a una fracción de los partidos burgueses y resiente a lo más concentrado de la burguesía (y el imperialismo yanqui) que siente que no puede actuar a sus anchas, pues es una recomposición que debe contar con ciertas concesiones (materiales las menos, discursivas las más) a los de abajo. Digamos que este es el precio que deben pagar la clase dominante y sus partidos por recomponer la autoridad y legitimidad de su aparato de dominación y control social tras la crisis del puntofijismo. Esta recomposición de la autoridad del Estado burgués “democrático” le sirve al conjunto de la clase capitalista (esté o no con Chávez), implica un logro de la clase dominante (y el imperialismo) en su relación de dominio frente a las masas, pues se relegitima la autoridad del aparato que garantiza las condiciones de realización de la explotación del trabajo. Por eso, al contrario de la cantinela sobre algún papel “revolucionario” en la historia reciente de la lucha de clases en el país, la realidad es que al oficiar de rescatador de la legitimidad del Estado burgués, de pasivizar a cada tanto al movimiento de masas y garantizar la estabilidad de la sociedad de explotación, Chávez y su gobierno juegan un rol histórico reaccionario y potencialmente contrarrevolucionario. LA INSURRECCIÓN Y LA REVOLUCIÓN SOCIAL ESTÁN POR HACERSE La rebelión del ’89 fue una rebelión defensiva contra los ataques al salario y al bolsillo de las familias pobres, que demostró la gran fuerza de la rabia popular, la magnitud que puede tomar lo espontáneo, pero a su vez las grandes debilidades de este carácter. Al ser una reacción de fuerzas elementales, en ausencia de un objetivo político claro y de una dirección revolucionaria (partido revolucionario), no llegó a ser una insurrección en el propio sentido de la palabra, y aún con esa gran fuerza demostrada, estas debilidades y la feroz represión militar, la hicieron perder las calles. Sin embargo, la “salida” del golpe del 4-F, como vimos, no solo que no era la continuidad en sentido revolucionario de esa rebelión derrotada, sino que se proponía en lo inmediato una “solución” por arriba, dirigida por sectores de las fuerzas represivas del Estado burgués, aspirando a un cambio de régimen, pero jamás el acceso al ejercicio directo del poder por parte de los trabajadores y el pueblo pobre, ni mucho menos se proponía abolir del poder económico de la clase capitalista. La disposición a la lucha no es lo que ha hecho falta en la clase obrera y el pueblo pobre de nuestro país. No solo en el período que se abrió en el ’89 a partir del “Caracazo”, sino también ya bajo el gobierno del comandante del 4-F, pues en los combates contra la reacción proyanqui el pueblo trabajador demostró cuánto estaba dispuesto a combatir en las calles y en los lugares de trabajo para preservar lo que consideraba una conquista y para derrotar a los representantes del régimen burgués anterior. Sin embargo, tanto en abril de 2002 como en diciembre-enero de 2002-2003, la dirección política de los trabajadores y las masas pobres, es decir, Hugo Chávez, sus militares “patrióticos” y sus políticos de la izquierda reformista, siempre tuvieron la política de evitar que la energía y disposición a la lucha se transformara en una verdadera insurrección de clases explotadas contra los capitalistas, sino que obraron siempre para dejar todo en manos de las fuerzas represivas del Estado burgués –como el 11 de abril cuando se entregaron a los militares–, o para que la confrontación no se desarrollara más en las calles y fábricas sino que se “resolviera” mediante el voto y las elecciones. Hugo Chávez y los militares del 4-F siempre se propusieron contener la potencialidad revolucionaria de las masas que pudiera llevar a un verdadero levantamiento contra el orden burgués. Estando en manos de Chávez la dirección política de las clases explotadas, cada victoria que estas lograron contra la reacción fue en realidad una semi-victoria, porque este administraba ese triunfo para estabilizar el orden social e impedir un curso revolucionario de los acontecimientos. Pasados trece años bajo su gobierno y casi diez de los mayores combates de masas contra la reacción, el jefe de lo que supuestamente fue en el ’92 una “insurrección revolucionaria”, ha garantizado la preservación de la propiedad burguesa y la explotación. Ha sido la ausencia de una dirección política revolucionaria de los trabajadores, tanto en el período abierto a partir de febrero del ’89 como en el período más reciente, lo que ha permitido que toda la rabia y energía obrera y popular no haya desembocado en una verdadera insubordinación revolucionaria de los explotados y pobres, sino que quede encorsetada en los límites del proyecto de desarrollo nacional burgués que representa Chávez. Por eso, si de insurrecciones revolucionarias se trata, si de revolución social se trata, la clave está en el impulso y desarrollo de las tendencias a la autoorganización obrera y popular con total independencia frente a los patrones y el Estado, el desarrollo de organismos de democracia directa para la lucha, en las perspectiva de convertirse en órganos de poder obrero y popular que disputen el poder a los capitalistas y a su Estado, la base para el futuro autogobierno de los trabajadores y el pueblo, una pelea para la cual es necesaria la construcción de un partido obrero revolucionario con inserción en las principales concentraciones obreras del país y con peso hegemónico en la vanguardia de lucha de los trabajadores, que lleve esta lucha hasta el final. La movilización combativa y el armamento de las masas trabajadoras y pobres, el desarrollo del poder de los trabajadores en las fábricas y en las calles contra los patrones y las fuerzas represivas, una dirección revolucionaria dispuesta a abolir la propiedad capitalista y destruir su Estado, he allí los elementos para un verdadero levantamiento insurreccional contra el orden burgués. A su vez, un levantamiento revolucionario de estas características no contará con el impulso de Chávez y los militares del 4-F, sino que al contrario lo bloquearán o combatirán directamente, bien que estén en el gobierno o en la oposición. Por eso una insurrección revolucionaria de los explotados deberá enfrentar tanto a las fracciones políticas burguesas que hoy se oponen a Chávez, como al propio Chávez y su partido, pues ambos bandos son garantes del actual orden de explotación y opresión. Para esta perspectiva debemos prepararnos los trabajadores y trabajadoras, jóvenes obreros, los y las estudiantes, que queremos realmente acabar con este sistema inmundo, queremos llevar a un triunfo revolucionario la rabia obrera y popular para reordenar la sociedad sobre nuevas bases, como parte de la lucha mundial contra el capitalismo. Hoy el capitalismo atraviesa una gran crisis histórica, comienzan a desarrollarse grandes movilizaciones obreras y populares en distintas partes del mundo, incluso levantamientos y procesos revolucionarios profundos con el de Egipto, y lo que se avecina en el futuro son mayores combates de clase, grandes enfrentamientos entre los explotadores, sus gobiernos y las masas trabajadores y los pueblos pobres. Nuestro país no escapará a esas convulsiones. Los políticos burgueses en Venezuela intentan vendernos como las únicas opciones un régimen de mayores libertades de acción para los capitalistas nacionales y extranjeros –como el que pregona la oposición– o uno con capitalistas pero con un Estado fuerte, una fortaleza del Estado que de paso cae siempre con más peso sobre nuestras propias organizaciones y luchas. Estas son opciones realmente miserables. Pero los supuestos “revolucionarios” del gobierno pretender convencer a las clases explotadas y pobres de que esta realidad que tenemos bajo el gobierno de Chávez es lo único “posible” o “realista”, que no se puede aspirar más que a eso… y eso no es más que la miseria de “lo posible”. Desde la Liga de Trabajadores por el Socialismo (LTS), como parte de una corriente obrera y socialista internacional, la Fracción Trotskista por la Cuarta Internacional (FT-CI), que lucha por la reconstrucción de la IV Internacional, el partido para la revolución socialista mundial, sostenemos que la única perspectiva verdaderamente realista es comprender que las connotaciones históricas de la crisis del capitalismo actualizan dramáticamente las premisas para la revolución anticapitalista, pero que eso no implica necesariamente que ésta se resuelva a favor de los trabajadores y lo pueblos, sino que hace falta una clara perspectiva revolucionaria y una estrategia para vencer. Y en nuestro caso concreto en Venezuela, una estrategia de los explotados para vencer, para poner al poder burgués de rodillas, implica no subordinarse a proyectos, liderazgos y gobiernos que –aun con dosis de “justicia social”– se proponen mantener este orden social miserable. En estas fechas de celebraciones de eventos supuestamente revolucionarios y de contiendas electorales entre partidos del orden, ver la realidad de frente implica comprender que la única salida de fondo para que esta crisis histórica no signifique mayores catástrofes y penurias para los explotados y pobres es luchar por lo que nos pretenden hacer aparecer como lo “imposible”: la revolución obrera y socialista, para poner el mundo en nuestras manos y construir una nueva sociedad. Febrero de 2012 [1] Elio Colmenarez, La insurrección de febrero. Un análisis para la lucha revolucionaria, Ediciones La Chispa, Caracas, 1989. [2] Los contraalmirantes, generales, coroneles y capitanes que lideraron el 27N se agrupaban en un llamado “Movimiento 5 de Julio”, contando en sus filas –al igual que en el caso del 4F– tanto con oficiales con alguna inclinación a ideas “progesistas”, como con personajes que nada en común tenían con posiciones políticas de izquierda, sino preocupados por la corrupción descarada y el “deterioro moral” de la institución armada, “la humillación del honor militar ante los políticos corruptos”, la discrecionalidad y el “padrinazgo” en los ascensos militares, la incapacidad de los mandos civiles y militares para resolver la crisis institucional del país, y habían sido firmes y orgullosos ejecutores de las políticas de contrainsurgencia y represión de los gobiernos puntofijistas, como el Contraalmirante Hernán Grüber Odremán o el Capitán de Navío Ramón Rodríguez Chacín. Ver Antecedentes históricos de la insurrección militar del 27-N-1992. Por el honor de las armas, de Hernán Grüber Odremán, 3ra edición, Caracas, 1996. [3] Kléber Ramírez Rojas, Historia documental del 4 de febrero, Fundación Editorial el perro y la rana, Caracas, 2006, p. 27. [4] A propósito de esto, es muy aleccionador recodar la respuesta de Trotsky ante quienes, ya instalada la contrarrevolución stalinista y expulsado este de la URSS, le interpelaban sobre por qué no había utilizado su enorme prestigio y posición de mando en el Ejército Rojo para hacerse del poder: si el objetivo era luchar contra el establecimiento de una casta burocrática por sobre las masas, si el objetivo era recuperar el poder para los organismos de las masas obreras y campesinas pobres, el “medio” de un golpe militar era completamente incompatible, pues colocaría al ejército en calidad de árbitro de la nación, pero no llevaría en modo alguno a los soviets a recuperar el poder. [5] Cfr. Ramírez Rojas, ob. cit. [6] El Nacional, 09/03/89.
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